Llegué a las afueras de Catamarca cerca de las 23:00. El camionero que me trajo era un completo hater, despotricaba contra todo. Su jefe, los clientes, una mujer golpeada que daba su testimonio en la radio, un panadero que me pedía el ukelele para tocarlo un poco, un auto cualquiera, todos merecían su democrático lugar en la puta que los parió.
José (ahora sí me acuerdo del nombre de mi benefactor) se detuvo a dormir unos 6 km antes de la ciudad, junto a un puesto caminero de policía. Los mismos me ofrecieron un cuarto vacío del lugar para que me quedara a dormir, pero luego de una hora de insomnio, ocasionado principalmente por polillas estrellándose contra mi cara, decidí volver a empacar y llegar a la ciudad.
Tuve suerte, al poco tiempo una camioneta de no sé qué ministerio me llevó y dejó frente a una residencial. Pretendían cobrarme AR$330 por la noche, ya que era habitación y baño privado, pero mi economía a largo plazo no resiste esos lujos, así que de madrugada recorrí el centro de la ciudad buscando un hostal de 528 personas por pieza, pero asequible, como en San Juan (AR$140). Iluso. No había absolutamente nada, así que a la hora después di por fracasada mi empresa, volví exhausto a la residencial y aproveché todo lo que pude la tarifa (ducha de agua caliente, aire acondicionado, sábanas limpias).
En la mañana, pasado el frugal desayuno que ofrecía la usurera residencial, compré unas provisiones para vida de camping, y peregriné a la meca de siempre, el terminal de buses. La idea era tomar uno que me dejara en el puesto caminero de la salida norte de Catamarca, y ahí continuar con la travesía en transporte benévolo a Tucumán y posteriormente Salta. Acostumbrado a que me avisen cuando he de bajarme (el muy barsa), me dormí, y al enterarme que ya habíamos dejado atrás el puesto caminero, pedí que me dejaran en la siguiente estación de servicio donde pararan camiones (debí cancelar el consecuente importe adicional, para mi avaro pesar).
Ya en la bomba, pregunté por mis posibilidades de camiones. Me dijeron que a esta hora eran más infrecuentes, pero que alguno paraba a almorzar, que preguntara no más. Pedí que me cuidaran un poco la mochila mientras iba al pueblo a comprar algo para hacerme un sándwich, a lo que accedieron amablemente. Mientras caminaba iba calculando lo que me demoraría en enganchar un camión, los kilómetros y las horas que faltaban para Tucumán y luego Salta, si llegaría durante el día o no, cuando de súbito me asalta un pensamiento: momento, ¿por qué estoy apurado? ¿cuál es la prisa por llegar tan pronto a Salta? Ya no hay tal cosa como una fecha cierta en la que deba volver a Santiago, ni siquiera sé si volveré realmente. Este no es un viaje más, es mi vida ahora, puedo tomarme el tiempo que quiera. Además, salí de viaje buscando distintas maneras de vivir, ya que la que tenía no me convence, ni creo que sea en la que quiero gastar la única vida que tengo. Quizá en este pueblo tranquilo puedo conocer una de ellas, y quien sabe si quedarme un poco y encontrar trabajo incluso.
Así, tomé la decisión de que buscaría un lugar para quedarme, relajar un poco el ritmo frenético de mi sangre citadina y metropolitana, e iniciarme en el arte de concebir menos el destino como fin, y más el camino como destino.