Como a Gemma se le acababa el dinero que tenía en Cafayate, le había prometido que la acompañaría a dedo a Salta. Amanecí bastante resfriado, pero como hombre de palabra cumplí, empaqué y partimos a la ruta. No pasaba casi nadie, pero una camioneta nos llevó directo a nosotros y otros dos mochileros, muy buena onda.
El paisaje del camino entre Cafayate y Salta es para quedar sin aliento. En mi vida había visto un panorama así, con colosales montañas rojas, amarillas y verdes, cuyas formas esculpidas por el agua y el viento tomaban caracteres indescriptibles. Me dije que volvería a Cafayate para hacer un trozo de ese camino a pie, en un par de días y mirándolo todo.
En unas horas llegamos a Salta capital. Alejandro manejaba muy rápido, adelantándolos a todos, recta o curva, y nos dejó en el mismo camping de la ciudad. El lugar consiste en una piscina realmente enorme, de unos 120 x 50 metros (vacía en esta época), rodeada de pasto, tierra y árboles, donde se esparcían quinchos, mesas y afines, y uno tiraba su carpa por ahí, o su motorhome si era un gringo en sentido amplio. Había hasta motortrucks, o palacios rodantes.
Levanté campamento, nos quedamos un rato con Gemma y dos chicos más y fuimos al centro, donde pronto nos separamos y nos metimos con Gemma al mercado central a comer pizza y humitas, mientras fuera llovía a mares (caía la del pulpo, diría ella).
Bajó un poco la lluvia y dejamos el lugar. Gemma iría a ver a su amiga (motivo de su viaje), y yo al camping. Me sentía un poco mal así que descansé un rato antes de comer unos panes e irme a dormir.
Me descubrí a mí mismo pensando en Gemma, me pregunto si me estará gustando.