– Lo que haya se comparte. Si hay poco, se comparte poco. Si hay abundante, se comparte abundante.
Dueña de un restorán, luego de invitarme el almuerzo completo.
Llegamos a Sucre como a las 6 de la mañana. Caminamos unas veinte cuadras hasta el centro, y preguntamos en varios hostales hasta al fin dar con uno que tenía cocina, la pieza matrimonial a $60 y la personal a $40. Feña y Perla sugirieron una triple por $90, pero me negué elegantemente, pues ya no quería aguantar llantos de bebé ni pañales sucios. De todas formas había que esperar hasta las 10:30 para entrar a los cuartos, y aún faltaba mucho. Habíamos escuchado variadas veces que en Sucre la música y los malabares pagan mucho, por lo que me moría de ganas de salir a trabajar. Creo que eso nunca me había pasado.
Siento un poder enorme ahora con el ukelele. Mientras lo tenga en mi espalda ando muy tranquilo, pueden robarme la mochila, la carpa, el saco, lo que quieran, pero mientras tenga el uke y mucha plata en el banco voy a vivir bien en todos lados, es cosa de trabajarlo en restoranes y plazas y listo, por lo menos aquí en Bolivia.
Hicimos hora hasta que pudimos pasar a las piezas. El hostal es nada que ver a los lugares donde nos veníamos quedando. Los espacios comunes consisten en una ridícula mesa situada desvergonzadamente en medio de un pasillo, con dos sillas, y un cuadrado frente a la recepción con sillones tipo peras acolchadas en el suelo, frente a una tele enorme. Las habitaciones nada mal, pero el esparcimiento es una necesidad imperativa.
Dejé las cosas y partí con el uke a algún lado, quería ver como andaba la cosa. Comencé en una plaza, pero no andaba nadie, así que luego de tocar seis temas y recolectar $1.50, decidí probar con restoranes, pues había llegado ya el mediodía. Pregunté y me recomendaron el mercado, un lugar parecido al mercado central en Santiago, pero más boliviano. Toqué en un par de comedores del mercado e hice como $20, pero a la salida tuve que pagar el impuesto moral de darle limosna a las cholitas colocadas estratégicamente en las escaleras de salida, con una mirada que ya quisiera la Lunita al momento de pedir comida en la mesa. Probé en un par de restoranes pero había poca gente, en un rato junté apenas $40, con lo que cubría el hostal. Ahora me enfrentaba a una disyuntiva, tenía hambre, pero no quería pagar, por lo que solo había una respuesta lógica: pedir sobras.
Aquí es donde empiezo a sorprenderme de la hospitalidad de los bolivianos. Al primer lugar donde fui a pedir sobras con el ukelele en mano para que se note que soy un pobre músico callejero me invitaron a sentarme y me sirvieron almuerzo completo, con sopa y segundo, algo que se repetiría múltiples veces en los días venideros. A veces tenía que preguntar en más de un lugar hasta que me invitaban, otras me daban para que me llevara, y a veces tocaba y sin que yo dijera nada me invitaban, ya sea los dueños o simplemente alguien que estaba comiendo ahí. Si pagaba por comida, era porque quería. Y pocas veces quería. Soy una rata inmunda.
Dos días estuvimos en ese hostal, yo viviendo del uke y el Feña de los malabares, que le pagaban muy bien, en una hora y poco podía facturar más de $100, pero estábamos hartos del poco espacio y de lo caro, además que habíamos escuchado de un hostal con camping en alguna parte. En una breve excursión lo encontré. Se trataba de la casa de un hombre, Mario, que había construido algunas piezas con colchones en el piso, que arrendaba como hostal por $25, o dejaba poner carpas en su patio por $18. Ese mismo día nos mudamos.
Conocí varios viajeros que hacen música, y todos atestiguaban que las micros son lo que más paga, un tema y a cobrar. El problema era que me dificulta tocar en la micro y sujetar el ukelele, tendría que ponerle una correa, por lo que fui una mañana al mercado campesino, una zona de comercio a bajos precios,aunque para ser justos, toda la ciudad parece en algún punto nada más que un enorme mercado, existiendo el mercado central, mercado campesino, mercado negro (que se llama así pero es uno establecido y legal), mercado nosequé, etc.
$25 me cobró un lutier por la correa y sus ganchitos metálicos, pero su otra oferta me llamó mucho más la atención: $100 por barnizarlo completo, dos capas. Me imaginé el uke todo brillante y protegido contra los elementos, y acepté. Juntaría el dinero ahora que podía tocar en las micros con la correa y lo traería al día siguiente a barnizar. Me fui directo a mirar si podía tocar en alguna micro, y a la primera que vi una con público suficiente me subí. Los buses urbanos aquí son pequeños, poco más grandes que un furgón escolar quizá, por lo que la acústica es bastante buena. Además, al no ser una ciudad enorme, los recorridos son cortos, así que una canción basta. Interpreté “Tú cárcel” de los enanitos verdes (los bolivianos son bien melosos para sus cosas, y temas así son los que gozan de la mayor popularidad), dije un corto discurso, y a cobrar, así de expedito y eficiente. Esto lo multipliqué unas siete veces, y en un rato ya tenía como $60. Esto paga más que restoranes medio vacíos.
Repetí la operación en la tarde hasta que junté los $100 para barnizar y un poco más. La plata sale demasiado fácil, el pasatiempo número uno de los bolivianos es regalar cosas, su plata incluida, e incluso se lo inculcan a las nuevas generaciones. Si al subirme al bus hay niños pequeños con sus padres, de inmediato sé que me va a ir bien, pues los papás siempre les pasan a los niños las monedas para que se las den al artista (o a mí), sin importar la calidad del espectáculo.
A la mañana siguiente fui donde el lutier a barnizar el uke. Le sacó las cuerdas y el puente y me dijo que tomaría unas cinco horas en barnizar, secar, segunda mano y secado definitivo. No podría trabajar, y me dediqué a dar vueltas, almorzar y recorrer. A mi regreso me dijo que estaba listo, y lo sacó de arriba de su techo, donde lo tenía secando, y le puso de nuevo las cuerdas. Lamentablemente no estaba del todo seco el barniz, y el puente terminó corriendo el barniz y manchando el instrumento, de lo que me di cuenta solo al llegar a la casa, y encontrar el uke pegado con barniz a su estuche. Tendré que procurar yo mismo que quede más prolijo, al menos brilla, se ve bien (salvo las manchas) y está protegido.
Los días posteriores transcurrieron en esta nueva etapa de holgura material sustentable. Trabajando un máximo de dos horas diarias alcanza para todo: comer fuera, comprar alcohol, lavandería, todo, a cuerpo de rey. Así que para variar un poco decidí incorporar los malabares como actividad lucrativa, en horario vespertino. Tomé las tres pelotitas y me di cuenta de que había olvidado completamente lo aprendido en Purmamarca, se me caían todo el tiempo, por lo que tendría que meterle horas de práctica. Y no hay mejor lugar para practicar que el semáforo, total la generosidad boliviana te da plata por cualquier cosa.
Así, tocando en las “mañanas” y malabareando en las noches (lo que efectivamente pagaba, no obstante el paupérrimo desempeño) pasan los días en Sucre. Incluso estoy ahorrando, puedo estar aquí hasta que me aburra. O hasta que me agarre trabajando la policía migratoria.