– Si te hubiese conocido una semana antes, no compraba el pasaje y me iba contigo.
Ariane.
Me senté en el único espacio disponible, junto a un hombre gordo, y al otro lado estaba Ariane. Saludé y conversamos un poco. Ella llevaba seis meses viajando y tomaba el vuelo ese mismo día en la noche, de vuelta a País Vasco, su tierra natal (Es separatista y nacionalista y no le agrada ser llamada “española”). Lo hacía con mucho pesar, pues deseaba seguir viajando, pero tenía cosas que arreglar allá para luego volver en dos meses, según sus cálculos. Enganchamos rápido en conversaciones interesantes, hasta que comenzó a meter la cuchara el hombre gordo. Era abogado, facho y divagante, y pronto lo destruimos argumentativa y discursivamente con Ariane, en lo que sería nuestra primera señal de clara complicidad. El gordo aceptó su derrota y no habló más. Incluso, en una parada de la trufi (que paraba a cada rato para que humeara tranquilo el motor, y el conductor le iba echando agua al radiador de cascadas que encontraba en el camino) en que bajamos todos a estirar las piernas, al subir de nuevo me hizo pasar para sentarme junto a ella, gesto que agradecí enormemente.
La cercanía no nos incomodaba para nada, y nuestra química común se dejó ver de inmediato. El resto del viaje fue conversando acerca de que no se quería ir, y yo intentando convencerla de que se quedara, en un tono entre la careta de jocosidad y el latente anhelo. Ella a ratos parecía convencida de quedarse, pero el vuelo de muchísimos euros y los asuntos que tenía que cerrar la disuadían. Llegamos a Santa Cruz y caminamos juntos, ella me acompañaría a buscar hostal. En el camino me contó un poco más de lo que tenía que hacer: un juicio pendiente por ocupación de tres casas (“habiendo casas desocupadas, y encima en poder de los bancos, no voy a pagar alquiler”), el matrimonio de una amiga, y sobre todo, una conversación de cierre con su ex de cuatro años, con quien terminó durante el viaje por diferencias irreconciliables de forma de vida (no le gusta viajar y no piensa hacerlo). Buenas razones, pero no lo suficientes como para disuadirme de intentar convencerla de que se quede.
Como tenía pensado quedarme en Santa Cruz un mes juntando plata, aprendiendo armónica y viendo fútbol, me busqué un hostal con televisión con cable. Por Bs$70 conseguí uno con cama matrimonial, baño privado y televisión. No me imaginaba lo que agradecería esta casual decisión.
Fuimos a almorzar, siempre conversando sobre su dilema de irse o quedarse, y el tono de las charlas ya avanzaba poniéndose cada vez más directo. Planes imaginarios de viajar juntos, ir a Brasil, a tocar en la playa, abundaban en un parlamento entre dos personas que se acababan de conocer y que ni siquiera habían compartido aún un beso. Ella lo pensaba y meditaba, luchando con deseos y aprehensiones. Finalmente decidimos ir a la terminal, a ver a cuánto estaban los pasajes en tren a Brasil. En el micro ya no aguantaba más las ganas de besarla, la miraba fijo a ver si se daba vuelta, pero no me quería ayudar, así que la tomé suavemente de la barbilla y le indiqué el giro hacia mí cara. El beso liberó por fin lo que tenía ganas de decirse a gritos, y no paramos prácticamente hasta llegar a la terminal.
Preguntamos, y efectivamente había un tren que recorre 650 km hasta la frontera con Brasil, por solo Bs$70, un regalo. Salimos y nos sentamos en una plaza, yo expectante y ella atormentada con mil pensamientos contradictorios, entre el estar y el ir. Finalmente, me dijo: “Bueno, venga, por si me voy hoy, no perdamos más el tiempo, vamos al hostal”. Ejecutiva y directa.
Con la esperanza de que ignorando el tiempo éste se olvidara de correr, estuvimos largamente juntos en el hostal, conociéndonos lo mejor que nos llegaríamos a conocer. Pero como siempre, el realismo mágico quedó para la ficción, y en la realidad llegó la hora fatídica: debía partir al aeropuerto, o quedarse, se acabó el cuento de fantasías. Nos miramos a los ojos y tuvimos la conversación definitoria. La verdad, tenía que volver, pues le debía una charla y una explicación a su ex de cuatro años, pues era un amigo y una persona querida, y no podía simplemente dejarlo y mandarlo al carajo, no era esa clase de persona. Con dolor y resignación admití que era un motivo más que válido, que entendía que ella tenía cosas que cerrar (sin mencionar su calidad de imputada judicial), y que la acompañaría al aeropuerto.
Fueron un viaje y una despedida largos y luctuosos. Nuestra dinámica ya era la de la más consolidada de las parejas, y nuestras caricias, gestos, besos y unión de manos harían apostar a cualquiera que la nuestra era una relación de antigua data. Hablamos mucho de la vuelta, que cerraría sus cosas y volvería para que viajáramos juntos. A darme su mano para darle la vuelta al mundo.
Se fue, y yo volví al hostal. Una sensación particular, de esas en que participan tanto la alegría como el dolor. Esas que solo se sienten un puñado de veces en una vida, causadas por ese inextricable misterio que por milenios han tratado de definir tanto los más grandes arqueólogos del alma, como también los pobres y simples que, sin saber blandir correctamente una pluma, son sin embargo víctimas del mismo fenómeno.
Logro que perdure la alegría de haberla conocido, y alimento el fuego con la esperanza de su vuelta. Prendo la televisión y veo el Chile – Panamá, consiguiendo incluso celebrar los goles, sorprendiéndome de lo bien que me lo tomo. Antes de dormir, le mando unos whatsapp a Ariane, los primeros.
Le deseo suerte y le digo que me avise para irla a buscar a cualquier puerto o aeropuerto de latinoamérica. Y pretendo cumplir.