Tercer Mundo

Casi un año estuve en Chile por la pandemia, la misma que arruinó el plan del transiberiano en abril del año pasado. Y como no parecía tener fin próximo, había que adaptarse para continuar viajando. También resolver el asunto de la situación sentimental, para que estuviera acorde a una nueva travesía conmigo mismo. Hecho todo eso, y luego de un fallido y reembolsado boleto a Buenos Aires -qué sabiduría haberlo comprado flexible-, vine a México.

En rigor, vine directo a San Pancho, un pequeño pueblo costero del estado de Nayarit. Una amiga de una amiga vive aquí hace cinco años, y a falta de cualquier otra referencia de México, parecía un buen lugar para comenzar.

Luego de muchas horas de avión, un transbordo in extremis, en que dejé involuntariamente una propina estratosférica, y un tramo bus, me vi caminando por la calle principal de San Pancho, llamada avenida Tercer Mundo. Las calles tienen nombres de países de aquellos denominados “en vías de desarrollo”. La geografía es mi favorita, donde la selva se une con el mar, como en Arambol, mi paraíso en la tierra. Experimenté una vez más esa sensación por la que hago esto, esa euforia de ser dueño de mi destino, que puede ser lo que yo quiera, y ahora llegaba a un nuevo lugar. Pero como toda adicción, ya no tiene la misma intensidad que las primeras veces. Ahora, ya solo me basta con estar mejor que en Chile.

Compré un chip de teléfono y fui al café convenido a reunirme con Pami, una especie de bienvenida. Me habló un poco del estilo de vida, cosas que debía saber de cómo tratar con la policía y cómo funcionaba el cartel, que teníamos suerte porque aquí en San Pancho hay un solo cartel y por tanto, no sucedían enfrentamientos armados.

Lo que hay que saber al respecto es somero: el cartel tiene el monopolio de la venta de drogas, por lo que si alguien más vende, el cartel, digamos, lo desincentiva. Por supuesto, sigue habiendo un mercado negro -qué ironía- de vendedores que no pertenecen al cartel, pero lo hacen muy cuidadosamente y solo a personas de absoluta confianza. Yo no podía comprar de esos, pero Pami, habiendo vivido aquí ya varios años, sí.

Uno podría preguntarse: si el cartel vende tan barato -Unos 2000 pesos chilenos por una bolsa de varios gramos- ¿por qué la gente compra a otros? Bueno, resulta que la marihuana del cartel es de pésima calidad, según dicen le agregan un químico para acelerar el secado, lo que la impregna con un gusto y una sensación desagradables.

No solo en la venta hay que tener precaución, sino también en el consumo. Los cuates del cartel tiene identificado el olor de su marihuana, por lo que si pasan cerca de ti y sienten que no estás fumando de la suya, se aproximan y te preguntan dónde la compraste. Y nadie quiere que la cosa se ponga fea. Por esto, se recomienda solo fumar en la casa, o cuando no haya absolutamente nadie más a la vista.

Estas explicaciones introductorias fueron acompañadas por un caso real para ejemplificar, cual documental. Hace unos dos años, vivía aquí un argentino que vendía marihuana y no era discreto, ya muchas  personas sabían de él, conocían su dato, y no hacía esfuerzo alguno por disimular. Ante esta situación, al pobre cartel no le quedó más remedio que secuestrarlo, y retenerlo por varios días. Cuando lo soltaron, tomó sus cosas, y no se le vio nunca más.

Pasé el día en la playa, y dormí esa noche en casa de Pami. A la mañana siguiente, antes que se fuera a trabajar, le pregunté cómo podía hacer para encontrar una habitación o departamento para arrendar. Su consejo fue simple: Pregúntale a las señoras que veas barriendo la vereda. Qué pintoresco.

Pasé gran parte del día recorriendo San Pancho. Caminé por calle Cuba, Egipto, Chile, India, Tailandia, Camboya, Argentina, México, preguntándome si estas casas y estas personas no las habré encontrado también en cada uno de estos países. Finalmente, una de las señoras me dijo que tenía un lugar, y ese mismo día me mudé a un pequeño departamento en el centro, bastante próximo a la playa.

En avenida Tercer Mundo.