Ya pasé una semana aquí en Mendoza y la vida adquiere un ritmo peligrosamente regular, sutil señal de que la partida está cerca. Me despierto casi siempre más temprano que la Vicky, tomo desayuno mientras practico ukelele, hago un poco de ejercicio y generalmente salgo a caminar. Lo hago con distintos fines: ir al centro a conseguir algo, a hospitales a preguntar por la vasectomía (que finalmente me negaron, por el mismo motivo que en Chile: mi edad, ausencia de hijos y de pareja estable, así que a cuidarse mucho no más), a buscar nuevas plazas para tocar ukelele, o simplemente a recorrer pinceladas de ciudad.
Es agradable caminar por aquí. El tráfico es moderado, considerables calles tienen techo arbolado, no hay millonarios megalómanos que instalen enormes centros comerciales ni cadenas de supermercados (aunque Paulmann ya trajo el Jumbo, el muy hijo de puta), por lo que en general hay muchísimas tiendas pequeñas, parte importante atendidas por sus dueños, que cierran tres horas a la siesta. Y por último, la hermosura de las mujeres… ¿por dónde empiezo? Primero, la belleza aquí no es clasista. La chica que limpia o atiende un negocio cualquiera no tiene nada que envidiarle, físicamente hablando, a la estudiante de la universidad privada más cara. Segundo, el tipo de belleza responde a un fenotipo particular, que es el representado mayoritariamente en el patrón introducido durante décadas en mi mente por el capitalismo: delgadas, cabello largo, rasgos finos, y frecuentemente ojos claros; una delicia de consumo para mis alienados ojos. Por último, la simpatía y buena onda, la mejor e indispensable compañía de la beldad.
Al almuerzo suelo comprarme un porrón (cerveza, pero me encanta la palabra que usan acá), y prepararme algo sencillo, generalmente involucrando arroz, huevos y palta, y practico un rato más mi instrumento en el patio. La noche de verano es social: casi siempre nos juntamos a comer y/o tomar algo aquí o donde la Angie, hermana de la Vicky, y se suma el resto de la familia, inexorablemente con uno o dos buenos vinos (no puedo enfatizar lo suficiente que me quedo en una casa-restaurant, he comido y tomado de lujo), y ahí hasta que se hace tarde, determinado por el criterio de que se terminó el vino, el fernet y el porrón. Nunca antes había estado alcoholizado tantas veces en una sola semana.
El efecto ukelele ya está empezando a brotar de manera incipiente. Hoy tocando en una plaza (estoy tratando de cantar y tocar a la vez, y resulta más o menos, pero hay que observarlo con un concepto amplio de “cantar”. Bueno, y de “tocar” también) unas cabras comenzaron a hacerme coro, y luego me invitaron a su mesa. Fui bastante y violentamente objeto de flirteo, pero mantuve mi distancia porque estoy en una fase musical ascética, o quizá porque la mujer en cuestión no se conformaba precisamente con el arquetipo de belleza occidental que me fue implantado y que no he podido/querido remover de mi cabeza.
Ahora estoy en el segundo piso, mientras la Vicky y el Pachu, cocinero y amigo local, atienden el restaurant. No puedo tocar el ukelele, por razones obvias (clientes que se fascinan en su embrujo y olvidan comer), así que me entretengo leyendo, escribiendo y comiendo fruta. También, justo frente a esta ventana, agarra el Wi Fi de la cafetería que está cruzando la calle. El primer día me tomé un café y pedí la clave, y de ahí en más hemos usufructuado de su internet desvergonzadamente. Pero me han visto en ocasiones estirando la mano con un gesto evidente de capturar señal, y no han hecho nada, así que asumo que les da lo mismo. Instalamos todas las mañanas el computador junto a esta ventana para leer noticias, bautizando esta pieza como “el ciber”.
Eso sería todo por hoy. Creo que me queda poco tiempo aquí, y el oráculo indica que los próximos destinos serán Salta y Jujuy, al norte de Argentina.