– Do you wanna fok?
Coreana ofreciendo un tenedor. A no pasarse rollos.
Mi primera noche viajando solo en Corea dormí en un baño público.
Fueron dos semanas familiares intensas, en que con el auspicio conjunto de los papás de Luna (la flamante mujer de mi hermano) y de los recién casados, recorrimos varios lugares atractivos del país, ostentosamente agasajados en alojamiento, comida y transporte.
Mi primera impresión no fue como lo esperaba, aunque en realidad no sé qué esperaba exactamente. Supongo que esto incluye expectativas de situaciones, costumbres y gente exuberantes y exóticas, como lo que se ve en los clips de youtube de la televisión japonesa, pero nada de eso. Aparte de la plétora de cortas genuflexiones, las personas y la ciudad son normales, pero con una serie de mejoras tecnológicas y organizativas. A ver si me explayo un poco.
El aeropuerto de Incheon (ciudad cercana a Seúl) es enorme, tanto así que desde la zona donde uno aterriza hay que tomar un metro interno para llegar al lugar donde se recogen las maletas. Luego, tomar un metro normal hasta la capital (como de Paine a Santiago centro, más o menos), y caminar unas cuadras hasta el departamento, y un par más hasta el hostal que me tenían reservado. En el camino se me explicaron muchas cosas, como las ciudades satélites de Seúl que se construyeron sobre porciones de mar rellenado artificialmente con tierra, dada la falta de espacio terrestre original, o que a los celulares coreanos no se les puede desactivar el sonido de la cámara, porque son muy preocupados de que nadie ocupe tu imagen sin permiso (y por la extendida práctica de fotografiar bajo las faldas femeninas). Posibles efectos de los abundantes recursos económicos y una cultura sexualmente represora, respectivamente. Sería interesante ver qué más nace de ahí.
Lo siguiente que me hicieron notar fue que coreanos, chinos y japoneses no se parecen en lo absoluto. Ni en las costumbres, lenguas, aspectos, modos. Lo único es que todos tienen los ojos rasgados, pero nada más. Aquí con solo una mirada pueden dilucidar inmediatamente si el sujeto en cuestión es de origen chino, coreano o japonés, talento que se me sigue resistiendo, aunque voy aprendiendo ciertas directrices, como la fealdad curiosa apariencia china, y la superior altura coreana. De hecho, según mis anfitriones, la mayoría de los ídolos de la música y espectáculos en la escena asiática son coreanos, supuestamente los más apolíneos de la región. Ya aprendería que la concepción de belleza aquí es andrógena diferente.
La comida es un tópico interesante. En cuanto a sus sabores, diría que en general va desde apenas agridulce hasta demasiado agridulce, atravesado por un amplio espectro de picantes. Me parece que las papas fritas picantes con miel constituyen ejemplo suficiente. También abundan los productos del mar, tales como mariscos, pescados, algas, y se destaca el pulpo vivo, entero o viviseccionado, a gusto del consumidor, o bien muerto, ya sea frito o asado (ignoro si cocido), completo o mutilado. Ah, y arroz, mucho arroz, en todas sus formas imaginables: jugo de arroz, licor de arroz, fideos de arroz, masa de arroz, harina de arroz, pasteles de arroz, tortas de arroz, arroz de arroz, etc.
La manera de servir la comida es de mi total agrado. Primero, y como prolegómeno, traen entre tres y cuatro preparaciones coreanas, ninguna de ellas con un sabor cercano a algo conocido, bueno para experimentar y entretener o torturar el paladar. Luego viene lo verdadero: Mesas ubérrimas repletas de pequeñas imitaciones de cerámicas, con variedad de ensaladas, preparaciones marinas, carnes, especialidades, todo dispuesto con munificencia. No se sirven platos individuales, salvo una porción de arroz y sopa de algas para cada comensal, junto con su par de palillos y su cuchara. Pese a mi descripción del párrafo anterior, entre tantas opciones siempre se encuentra algo agradable con lo que llenar el buche. Mezclado con arroz, por supuesto. Un acierto esta manera de compartir una comida, hurgando con los palillos en cada plato presente que además, de acabarse, es rellenada con presteza por el personal del lugar (salvo las carnes).
Finalmente, la etiqueta en la mesa. En realidad, para comer no existe ninguna formalidad especial, puedes hacerlo con palillos, tenedor, cuchara, mezclar con arroz, lo que quieras. Si eres el más importante de la mesa (en general el más viejo, sobre el funcionamiento de las jerarquías en cada situación se puede hacer un acápite completo) con mayor razón tienes total libertad, y en general esperarán a que empieces a comer para hacerlo también, y tienes el derecho adicional de acabar el último bocado. Para lo que sí hay etiqueta es para beber alcohol, este es el rito importante por antonomasia para los coreanos. Es impensable servirse a uno mismo, siempre debe servir el de menor jerarquía, con ambas manos sosteniendo la botella el emisor y con ambas manos el vaso o copa el receptor, y éste debe luego devolver el favor. Si una persona de mayor rango que tú ofrece servirte alcohol, no aceptarlo es una afrenta abyecta, pero tampoco hay que cometer la estulticia de beber todo el vaso de inmediato, pues estarás suplicando que lo rellenen, y de paso obligando al otro a que también consuma todo su vaso para que puedas devolverle la mano como es debido. Todo un mundo esto de emborracharse, que además les acaece rápido, por motivos genéticos según me explicaron.
Pero bueno, de cultura coreana se puede hablar mucho, vamos a finalizar esta sesión con un último topico: las mujeres coreanas. Cuerpos siempre magros, de alturas variables, cabello indefectiblemente azabache, largo, y la piel siempre bruñida como muñeca de porcelana, especialmente la de la cara dadas las ingentes cantidades de base que utilizan. En mi sesgada opinión, no abundan los rostros atractivos, más batracios que princesas, aquellas de inexpresivo gesto ordinario, y éstas glorificadas con ese halo de belleza oriental que explota el marketing occidental para vender como fetiche exótico, curiosamente varias de ellas emparejadas con fenotipos occidentales. El hombre europeo nunca se cansa de expropiar las riquezas de los otros mundos, supongo.
El asunto es que el último día nos separamos mi familia y yo, ellos al aeropuerto a despedirse y volver a Chile, y yo al terminal de buses a abordar aquél que tomaba el camino a Tongyeong, donde me encuentro. Necesitaba algo menos megalómano y luminoso que Seúl y su terapia de generar adicción al consumo. Llegué cerca de las diez de la noche, rengueando de la pierna derecha por una vez que me lesioné trotando (¿qué onda la edad? ¿tan duro pega? ¡y aquí en Corea tengo 29!). Me instalé en un McDonald’s junto a la terminal, y mientras devoraba un bigmac (mi vegetarianismo chilensis responde al principio de territorialidad de la ley, una suerte en estas condiciones gastronómicas) busqué el hostal más barato. Tomé una foto de la dirección y a continuación un taxi, pero no supo llegar ni hablaba inglés, por lo que me decidí por la recomendación de Luna: dormir en el baño público. Musité al conductor, Paraspa, con mi esforzado acento coreano. Ah! Paraspa, y arrancó. Quedaba al otro lado de la ciudad, pero los taxis aquí son baratos.
Así que aquí estoy, en el baño público. En rigor, en el quinto piso del baño público, que es donde hay wi-fi. En el cuarto están los saunas, jacuzzis, piscina y duchas, donde los coreanos varones se relajan y realizan con fruición sus abluciones; en el tercero está la zona para dormir, donde hay colchonetas, cojines y más saunas, además de la cafetería; el segundo es una copia del cuarto pero para mujeres; y el primero la recepción, donde dejé mis zapatos y me entregaron mi llave del casillero, un pijama y una manta.
Tanto escribir en el computador puede ser malo para las articulaciones y para mi pierna, llegó el momento de bajar un piso.