Ya sobrepasé las tres semanas en Purmamarca, es un lugar realmente atrapante en el buen sentido. Como las historias son muchas y hacerlas cronológicas y coherentes es una lata, mejor las resumiré en cuentos cortos, con o sin temporalidad.
La mujer del cerro
El primer día subí un mirador cercano al pueblo, perfecto para contemplar el famoso cerro de los 7 colores. En el camino conocí una argentina que a sus 35 años viajaba sola por primera vez, y al parecer encontrándose con un montón de cosas interesantes que quería explorar y dejarse ser. Tenía un novio, pero eso no fue óbice para que conectáramos mucho y pasáramos 4 horas en la cima del cerro besándonos, acariciándonos y demases. Según ella, le contaría igual todo a su novio, y él tendría que entender que ella quería no restringirse en lo que le nacía hacer, sin por eso dejar de amarlo o de querer estar con él, y que incluso si un día llegaba a enamorarse de otro debería comprenderlo.
Me ha parecido ver ya en varias situaciones que la concepción de las relaciones de pareja está cambiando, o quizá soy yo el que está conociendo recién estas formas de pensamiento. Creo que me gustaría poder construir algo distinto a lo que he tenido hasta ahora.
Compartimos un almuerzo y luego nos despedimos. Pese a lo bien que vinculamos, decidimos no intercambiar whatsapp ni dorma de contacto alguno. Hablando de dejar ir.
Ese mismo día hablé con Coto y me contó que él y la Negra no pasarían por Purmamarca, pues querían llegar rápido a Bolivia. Clase intensiva de desapego.
Romper el hielo
Una tarde cualquiera estoy en la vereda afuera de una cafetería, hurtando wifi para hablar con amigos o ver las noticias deportivas de las cuales aún no quiero liberarme, cuando pasa un tipo con rastas que observa mi estuche de ukelele (voy con él a todos lados), y me invita a que vaya con él a una peña cercana a compartir el escenario y tocar algo. Me excuso explicándole que toco hace muy poco y que no sé lo suficiente, que no me da como para subirme a un escenario. Me insiste, e interroga acerca de si sé interpretar al menos una canción, a lo que respondo dubitativo pero afirmativamente. Me da las indicaciones para llegar, y quedo de encontrarlo ahí. Descarto de inmediato la idea en mi mente, por la inseguridad de no saber lo suficiente, pero mi parte favorita de mí se entusiasma, se cuestiona mi falta de personalidad (la única cosa que no me puede faltar), y decide obligarme a mí entero a ir.
Así, menos de la mitad de convencido de lo que sueno, me dirijo al bar. Una voz interior trata de encontrar trabas o justificaciones que me hagan abandonar, pero me fuerzo a caminar y entrar. Estaba el tipo de rastas conectando el amplificador, computador y micrófono. Por suerte el lugar era pequeño, unas seis o siete mesas ocupadas.
Nervioso, tomo asiento cerca del escenario, de espaldas a la clientela del lugar. Demora un rato considerable mi invitador en los preparativos, y la ansiedad aumenta, por lo que decido salir a la calle a practicar un poco. El pánico escénico de tocar en el bar disipa mi temor a hacer el ridículo en la calle, así que sentado en la solera comienzo a realizar ejercicios vocales, tocar, y cantar. Me escucho horrible, no me convenzo para nada, y acaricio la idea de huir. Ésta se consolida, y decido desistir de tocar, pero comunicarlo digna y sinceramente a mi rasta invitador.
Vuelvo a entrar, me acerco y le expreso mi retirada, la cual acepta sin problemas, invitándome a de todas formas quedarme y escuchar un rato. Tomo asiento en mi lugar original, y pronto empieza su show. Lo que hacía el rasta era cantar con música de fondo, con micrófono. Canta bien, tiene voz potente. Luego de un tango y un par de canciones más, interludiadas por el aplauso unánime del público,baja del escenario y se acerca a mi: -Te presento y tocas un tema, ¿dale?. -Dale, le respondo, prevaleciendo en la lucha interna mi yo preferido -¿Cómo te llamas? -Andrés.
Regresa al escenario, toma el micrófono y anuncia: -Ahora los voy a dejar con Andrés, un músico de Chile, que nos va a interpretar una canción. Con temple seguro y semblante sonriente subo a escena, y a través del micrófono cuento mi verdad: – Soy Andrés, y la verdad no soy músico. Hasta hace un mes era abogado en Chile, cuando decidí ir a viajar y adquirí este ukelele. Ahora voy a mostrarles un poco de lo que he aprendido en este mes. Nunca me he subido a un escenario a cantar, y menos con micrófono, así que por las dudas no lo voy a ocupar. Espero se escuche y lo disfruten.
Consciente de que tendría que elevar la voz, me mentalizo en algo que me había enseñado Gemma: lanzar la primera sílaba de una manera firme y potente, y eso me marcaría la pauta para el resto de la canción. Comienzo a tocar la sencilla introducción instrumental, cierro los ojos, y canto el primer verso. El nerviosismo desaparece de inmediato. Abro los ojos, miro mi mano de los acordes, y a veces paseo mi vista por el público. Nadie conversa, todos miran y escuchan atentos. Me concentro en la música, en no pifiar una nota ni errar el tono de voz. Finalizo, alargando la última sílaba solo un poco más que la extinción del acorde final. Oigo los aplausos, sonrío, doy las gracias y vuelvo a sentarme. Estaba hecho, había roto el hielo.
Creo que no hará falta aclarar que canción interpreté.
Cotidianeidad
El camping El Manzano, o camping de Billy, alberga constantemente a grupos de hippies gentes que viajan, viviendo de la artesanía, la música, los malabares y actividades similares. Los días pueden incluir una amplia gama de actividades, tales como caminar por el Paseo de los Colorados, ir a bañarse al ojo de agua, subir el mirador, o simplemente practicar malabares, ukelele, guitarra, comer, conversar, fumar o tomar algo. El grupo está bastante amigado y cohesionado actualmente, pues somos varios los que, por alguna fuerza extraña y bondadosa, nos quedamos por períodos más o menos prolongados, ya sea semanas o incluso meses.
La mañana suele comenzar con un par de voluntarios que van a El Mojón, único negocio con precios bajos, a comprar algo para desayunar. Le sigue un período de relajación de duración indeterminada, donde generalmente consumimos mate y practicamos cosas. Ya puedo más o menos dominar el simple malabar de tres pelotitas, algunos acordes de guitarra, y las cejillas en el ukelele. Es hermoso como a todos les gusta ayudar y enseñar y apoyar. Me di cuenta que siempre he tenido de mí mismo una imagen de ser alguien a quien le cuesta dominar las artes manuales y motrices, pero aquí con estas personas de gran disposición que te alientan y te expresan lo bien que lo estás haciendo, me hacen sentir como que en realidad se me da fácil. Solo les causa gracia mis ganas de aprenderlo todo. Yo no sé si aprendo rápido, lento o normal, pero me siento excelente.
El mediodía repite la rutina del desayuno, pero de manera más fragmentada, pues algunos arrancan para distintos lados, ya sea a recorrer o a trabajar en su especialidad. Se censan las personas que comulgan almuerzos grupales, y en dos o tres ollas a lo largo de dos o tres horas almuerza todo el que esté en el camping.
Las tardes son el momento en que yo trabajo. Me asocié con Andi, un uruguayo que lleva ya tres meses aquí y hace las veces de administrador, y que cocina en horno de barro unos panes saborizados de cebolla, plátano, salame o chicharrón, que se venden súper bien en el pueblo. Él cocina y yo vendo, 50/50. Esa ha sido mi manera de subsistir sin tocar mis ahorros, y vendiendo panes cada dos o tres días me alcanza para vivir. Luego se unieron al negocio dos amigas más, Ruth y Lau (que en realidad son las socias originales de Andi), así que ahora hay que vender un poco más seguido. Lo pasamos re bien vendiendo de todas formas, en tres horas ya vamos de vuelta al camping.
La noche sí incluye una cena comunitario masivo, generalmente de un 60-80% del camping. Es lo mejor, ponemos 10 o 15 pesos y comemos de lujo, hay un par de cocineros espectaculares.
La madrugada, si prende, puede incluir grandes tocatas internas o a veces alguna salida a una peña, lo que puede alargarse e incluir cosas más allá de lo que me da la gana de escribir ahora.