-Cuídate de la mujer chilena, del amigo peruano, y de la justicia boliviana.
Apotegma anónimo. Transmitido a mí por un viejo boliviano.
Sucre se conoce por cuatro nombres distintos: Charcas, La Plata, Chuquisaca, y Sucre, por las cambiantes denominaciones que ha tenido a lo largo de la historia, en manos del pueblo Charca, del Virreinato de Perú, del Virreinato del Río de la Plata, y finalmente el dado en honor al prócer de la independencia José Antonio de Sucre. También es conocida por su sobrenombre, la Ciudad Blanca, debido a que todas las construcciones del gran casco histórico y sus alrededores están pintadas de este prístino incolor, dándole un toque importante de belleza y misticismo.
Es realmente una ciudad bonita arquitectónicamente, con florituras en sus terminaciones y balcones en prácticamente todas sus construcciones más céntricas. El único problema son sus veredas, muy estrechas para su tráfico peatonal, y que a ratos se angostan hasta la vergüenza o descaradamente desaparecen, dejando al transeúnte en una situación vulnerable de atropello inminente. Tiene la curiosidad de ser la capital constitucional de Bolivia pese a que la capital gubernamental está en La Paz. En la práctica, esto significa que solo el poder Judicial tiene sede aún en Sucre, estando el Legislativo y Ejecutivo en La Paz. Además, es el lugar donde se originó el primer levantamiento popular de sudamérica contra la conquista española, el 25 de mayo de 1809, conocido como el Primer Grito Libertario de América.
Disfrutando de esta libertad estaba yo un día, volviendo de trabajar a la hora de almuerzo, con el día hecho en el bolsillo y el ukelele colgando de frente y listo para sonar como lo suelo llevar ahora en horas laborales, de pronto me detiene una persona desde un destartalado auto gris. -Tú, ¿eres boliviano? -No -Tu documento. Veo que dos de los ocupantes del auto están vestidos de policías, y un tercero de civil. Siempre sonriente, entrego mi pasaporte. -¿Estás trabajando?, me pregunta, señalando mi colgante instrumento. -No -¿Y qué haces con eso? -Toco y a veces la gente me da algo porque quiere darme. -No puedes hacer eso, es ilegal, te vienes ahora a la oficina de migración. Y comenzó a redactar un papelito prellenado que contenía el título “CITACIÓN”, preguntándome mis datos y mi dirección (Que terminó anotada como “casa de Mario”). -Ve ahora mismo a la oficina, o te vamos a buscar mañana a tu alojamiento.
Fui al camping, conversé un poco con la gente de ahí y mis amigos (a todo esto, habían llegado ya Cacho, Moño, Leto y Maira desde Potosí), y luego de un rato decidí concurrir a la oficina de migraciones. Pasada una corta espera me atendió una mujer, abogada, que me explicó que no podía realizar actividad remunerada con la visa de turista, que era la que tenía. Sostuvimos una discusión jurídica al respecto, argumentando principalmente que mi actividad no era remunerada, pues solo recibía donaciones y dudaba mucho que la ley me prohibiera recibir donaciones. Finalmente pedí ver la ley en cuestión, y que se me exhibiera la disposición que supuestamente estaba infringiendo. Y efectivamente, prohibe para los turistas cualquier actividad remunerada o lucrativa, y es ésta última palabra la que ciertamente incluye lo que yo hago.
Aceptando mi derrota, pregunté por los trámites para obtener la visa de trabajo transitorio. Una foto, una declaración jurada y un pago de Bs$212 me habilitaban para trabajar por treinta días. No era muy exigente, por lo que accedí gustoso. -Ahora, la pregunta del millón, ¿cómo hago para juntar los Bs$212 si no puedo trabajar?, interrogué. La abogada bajó la voz y se acercó un poco -Te voy a dar hasta el martes. -¿Y si me ven trabajando en algún semáforo? -Hacemos así, dijo, tapándose los ojos con una mano. Pura buena onda en migraciones también. Firmé el papel de que me comprometía a regularizar mi estatus migratorio en 48 horas hábiles (era viernes), y me fui con mi copia, por si acaso. Al volver al camping me enteré que migraciones había pasado por ahí “buscando al chileno”, mientras yo estaba en su mismísima oficina. No son muy brillantes.
Para el sábado ya tenía el dinero, pues venía ahorrando de antes, y el martes en la mañana hice los papeles. Celebré subiéndome a una micro justo enfrente de la oficina de migraciones.
Pese a que ya contaba con permiso y todo para trabajar a toda hora y despreocupadamente, la partida se venía inminente, pues la rutina ya se había apoderado de mis días. Una rutina bastante interesante después de todo: trabajar un rato en la mañana y en la noche para hacer el día y el ahorro, y si para la noche salía algún panorama adicional (o sea siempre), como ir al pool, preparar unas pizzas a la parrilla, o más frecuentemente tomar unos vinos, una promo de fernet o de whiscola, simplemente calculábamos cuántos éramos los alcohólicos interesados y salíamos cada uno a un semáforo por el tiempo que fuera necesario, nunca más de quince minutos. Es un sistema espectacular, creo que si algún día vuelvo a Santiago no abandonaré esta eficiente forma de juntar plata para una buena noche.
Así, una mañana simplemente me dieron ganas y decidí partir. Me despedí emotivamente de mis amigos, vaticiné que nos veríamos en Ecuador, armé las cosas y fui camino a la terminal, pensando dónde podría ir. Me decidí por el oriente de Bolivia, y así después hago una vuelta por el sur para luego volver al occidente y al centro y el norte y no sé qué. No importa, me voy a Samaipata y listo, tengo ganas de estar en un pueblo ya, la ciudad me satura. Además, la selva boliviana es un destino que se oye bastante bien, suena a calor, verde y estrellas.