La Merced

Con esta nueva actitud me dirigí al pueblo, para conocer un poco y preguntar por un lugar barato para quedarme. Se llama La Merced, está a unos 50 km al norte se Catamarca, y forma parte, junto con otros pequeños asentamientos humanos, de la comuna de Paclín. Preparé unos sándwiches y tomé asiento en la plaza principal, para tocar un poco. Tres niños alabaron mi ejecución, así que conversé un poco con ellos y consulté por un camping. Indicaron que efectivamente existía uno muy cerca de la estación de servicio, sobre la ruta. Agradecí y fui para allá. El camping en cuestión es mantenido por la municipalidad, y como se había acabado la temporada, no había nadie. Nadie, ni siquiera los cuidadores. La chica de la bomba me expresó que no importaba, que entrara y me instalara no más, así que eso hice. Puse la carpa en el mejor lugar posible, bajo los árboles más frondosos y sobre una tierra blanda, plana y brotada. Hay mesas, quinchos, una parte techada, agua, muchos pájaros y diversos insectos. Solo los baños están cerrados, porque no hay nadie, claro.

Dejé todo dispuesto y bajé con el uke y la cantimplora de nuevo a la plaza principal, y nuevamente me acomodé en una banca a tocar un poco. Obtuve mis primeros aplausos. No sé si Violeta hubiera aprobado mi interpretación de “Gracias a la Vida”, pero a la señora que me escuchó (que no conocía a la folklorista chilena) le pareció muy bonita, y me alentó a que continuara cantando. Tuve que confesarle que no sabía nada más, y regresé entonces a mi habitual y descoordinada práctica, grabando una nota mental: necesito más repertorio cantado en español. Dos canciones más y le empiezo a sacar monedas a esto.

Pero como por el momento soy un pony de un solo y dudoso truco, decidí buscarme un trabajo. En varios lugares me indicaron que no había nada, que estaba difícil la cosa, hasta que un hombre de unos 45 años me hizo una pregunta que me dejó en blanco, cual Leiva en su examen de grado: ¿Qué sabes hacer? Ufff… duro. 12 años de colegio, 5 de universidad y 3 de titulación, y sinceramente no sé hacer NADA. Tengo una serie de (supuestos) conocimientos abstractos y teóricos de distintas materias, pero de HACER algo… Tuve el tino suficiente como para no decirle que soy abogado (Además en Chile, qué fútil). No mucho, la verdad– le confesé. Hablo inglés– Agregué, casi en tono de pregunta. Mmm– Me dijo, no muy convencido de la utilidad de mi aclaración. Podés preguntar en el restorán sobre la ruta, quizá necesiten a alguien– fue su última frase de aliento.

Me dirigí al restorán, y claramente no necesitaban a nadie, así que me devolví derrotado al camping. En el camino de vuelta vi un par de camiones estacionados en sentido al norte, que con toda seguridad salían al rato después. Los ignoré.

Catamarca

Llegué a las afueras de Catamarca cerca de las 23:00. El camionero que me trajo era un completo hater, despotricaba contra todo. Su jefe, los clientes, una mujer golpeada que daba su testimonio en la radio, un panadero que me pedía el ukelele para tocarlo un poco, un auto cualquiera, todos merecían su democrático lugar en la puta que los parió.

José (ahora sí me acuerdo del nombre de mi benefactor) se detuvo a dormir unos 6 km antes de la ciudad, junto a un puesto caminero de policía. Los mismos me ofrecieron un cuarto vacío del lugar para que me quedara a dormir, pero luego de una hora de insomnio, ocasionado principalmente por polillas estrellándose contra mi cara, decidí volver a empacar y llegar a la ciudad.

Tuve suerte, al poco tiempo una camioneta de no sé qué ministerio me llevó y dejó frente a una residencial. Pretendían cobrarme AR$330 por la noche, ya que era habitación y baño privado, pero mi economía a largo plazo no resiste esos lujos, así que de madrugada recorrí el centro de la ciudad buscando un hostal de 528 personas por pieza, pero asequible, como en San Juan (AR$140). Iluso. No había absolutamente nada, así que a la hora después di por fracasada mi empresa, volví exhausto a la residencial y aproveché todo lo que pude la tarifa (ducha de agua caliente, aire acondicionado, sábanas limpias).

En la mañana, pasado el frugal desayuno que ofrecía la usurera residencial, compré unas provisiones para vida de camping, y peregriné a la meca de siempre, el terminal de buses. La idea era tomar uno que me dejara en el puesto caminero de la salida norte de Catamarca, y ahí continuar con la travesía en transporte benévolo a Tucumán y posteriormente Salta. Acostumbrado a que me avisen cuando he de bajarme (el muy barsa), me dormí, y al enterarme que ya habíamos dejado atrás el puesto caminero, pedí que me dejaran en la siguiente estación de servicio donde pararan camiones (debí cancelar el consecuente importe adicional, para mi avaro pesar).

Ya en la bomba, pregunté por mis posibilidades de camiones. Me dijeron que a esta hora eran más infrecuentes, pero que alguno paraba a almorzar, que preguntara no más. Pedí que me cuidaran un poco la mochila mientras iba al pueblo a comprar algo para hacerme un sándwich, a lo que accedieron amablemente. Mientras caminaba iba calculando lo que me demoraría en enganchar un camión, los kilómetros y las horas que faltaban para Tucumán y luego Salta, si llegaría durante el día o no, cuando de súbito me asalta un pensamiento: momento, ¿por qué estoy apurado? ¿cuál es la prisa por llegar tan pronto a Salta? Ya no hay tal cosa como una fecha cierta en la que deba volver a Santiago, ni siquiera sé si volveré realmente. Este no es un viaje más, es mi vida ahora, puedo tomarme el tiempo que quiera. Además, salí de viaje buscando distintas maneras de vivir, ya que la que tenía no me convence, ni creo que sea en la que quiero gastar la única vida que tengo. Quizá en este pueblo tranquilo puedo conocer una de ellas, y quien sabe si quedarme un poco y encontrar trabajo incluso.

Así, tomé la decisión de que buscaría un lugar para quedarme, relajar un poco el ritmo frenético de mi sangre citadina y metropolitana, e iniciarme en el arte de concebir menos el destino como fin, y más el camino como destino.

La Difunta Correa

La despedida de Mendoza fue sumamente entretenida, amistosa y etílica. Luego de una cena de salmón (de lo mejor que he comido en mi vida) con Angie, la Vicky invitó a sus amigas y servimos unas botellas de vino en el resto. Al terminarse aquellas salimos a un bar, y ahí se prolongó hasta pasadas las 5 am y los 5 gr/L.

Naturalmente, el plan de partir temprano a la mañana siguiente se canceló por motivos de caña mayor, por lo que finalmente salí tipo 16:00. Abordé un bus hasta la entrada a Lavalle, un pueblo a la salida norte de Mendoza, y en la estación de servicio emplazada en el lugar hice dedo, tocando el uke entre vehículo y vehículo que pasaba. Me pasé el rollo de que quizá era muy pretencioso eso de estar tocando y detenerme solo para hacer el gesto, pero me llevaron pronto de igual forma.

El samaritano era un taxista de San Juan que había ido a Mendoza a un evento de motos de agua que resultó cancelado. Me dejó en la plaza central de su ciudad de residencia. Ya que era tarde, pillé un hostal relativamente barato y pasé la noche.

Al día siguiente partí temprano al terminal para tomar un bus que me llevara a la Difunta Correa, por recomendación del taxista, cuyo nombre cayó en el olvido (Kant estaría avergonzado). La Difunta Correa es un lugar que debe su nombre a la historia de una mujer, aparentemente de apellido Correa, que fue encontrada muerta a causa de la sed en medio de la ruta, con su hijo aún con vida gracias a que continuaba amamantándose de su fallecida madre. A raíz de esto existe todo un folklor relacionado en el lugar, aunque de hecho la historia es muy conocida en Chile también, basta ver todos los lugares en la carretera que cuentan con botellas llenas de agua. Actualmente hay un pequeño santuario en recordatorio a la Difunta Correa, y un caserío comercial adherido en el que paran muchos camiones y es, por tanto, un buen lugar para continuar el dedo hacia el norte.

Subí las escaleras hasta dicho santuario. Tenía innumerables placas y símbolos afines con la leyenda “Gracias Difunta Correa”, por algún favor supuestamente obrado por la mentada Difunta. En la mayoría de los casos el favor en cuestión era secreto o privado, pero también en muchos de ellos se indicaba expresamente, mediante una fotografía o simple texto, qué era lo que había sido concedido: una titulación de odontólogo, una casa propia, un ascenso de un equipo amateur, e incluso lo que parecía una fiesta de 15. Sin embargo, un ítem era mucho más frecuente que los demás: los autos. Sobraban los agradecimientos por un auto e incluso un camión nuevos, todos con su respectiva foto. Daba para pensar que la Difunta había devenido en una especie de automotora celestial para sus devotos a pie.

Ya que estaba en boga la tendencia, me hice feligrés, y le pedí a la Difunta un camión (que me llevara a Catamarca).

Me lo concedió.

Gracias, Difunta Correa.

Mendoza

Ya pasé una semana aquí en Mendoza y la vida adquiere un ritmo peligrosamente regular, sutil señal de que la partida está cerca. Me despierto casi siempre más temprano que la Vicky, tomo desayuno mientras practico ukelele, hago un poco de ejercicio y generalmente salgo a caminar. Lo hago con distintos fines: ir al centro a conseguir algo, a hospitales a preguntar por la vasectomía (que finalmente me negaron, por el mismo motivo que en Chile: mi edad, ausencia de hijos y de pareja estable, así que a cuidarse mucho no más), a buscar nuevas plazas para tocar ukelele, o simplemente a recorrer pinceladas de ciudad.

Es agradable caminar por aquí. El tráfico es moderado, considerables calles tienen techo arbolado, no hay millonarios megalómanos que instalen enormes centros comerciales ni cadenas de supermercados (aunque Paulmann ya trajo el Jumbo, el muy hijo de puta), por lo que en general hay muchísimas tiendas pequeñas, parte importante atendidas por sus dueños, que cierran tres horas a la siesta. Y por último, la hermosura de las mujeres… ¿por dónde empiezo? Primero, la belleza aquí no es clasista. La chica que limpia o atiende un negocio cualquiera no tiene nada que envidiarle, físicamente hablando, a la estudiante de la universidad privada más cara. Segundo, el tipo de belleza responde a un fenotipo particular, que es el representado mayoritariamente en el patrón introducido durante décadas en mi mente por el capitalismo: delgadas, cabello largo, rasgos finos, y frecuentemente ojos claros; una delicia de consumo para mis alienados ojos. Por último, la simpatía y buena onda, la mejor e indispensable compañía de la beldad.

Al almuerzo suelo comprarme un porrón (cerveza, pero me encanta la palabra que usan acá), y prepararme algo sencillo, generalmente involucrando arroz, huevos y palta, y practico un rato más mi instrumento en el patio. La noche de verano es social: casi siempre nos juntamos a comer y/o tomar algo aquí o donde la Angie, hermana de la Vicky, y se suma el resto de la familia, inexorablemente con uno o dos buenos vinos (no puedo enfatizar lo suficiente que me quedo en una casa-restaurant, he comido y tomado de lujo), y ahí hasta que se hace tarde, determinado por el criterio de que se terminó el vino, el fernet y el porrón. Nunca antes había estado alcoholizado tantas veces en una sola semana.

El efecto ukelele ya está empezando a brotar de manera incipiente. Hoy tocando en una plaza (estoy tratando de cantar y tocar a la vez, y resulta más o menos, pero hay que observarlo con un concepto amplio de “cantar”. Bueno, y de “tocar” también) unas cabras comenzaron a hacerme coro, y luego me invitaron a su mesa. Fui bastante y violentamente objeto de flirteo, pero mantuve mi distancia porque estoy en una fase musical ascética, o quizá porque la mujer en cuestión no se conformaba precisamente con el arquetipo de belleza occidental que me fue implantado y que no he podido/querido remover de mi cabeza.

Ahora estoy en el segundo piso, mientras la Vicky y el Pachu, cocinero y amigo local, atienden el restaurant. No puedo tocar el ukelele, por razones obvias (clientes que se fascinan en su embrujo y olvidan comer), así que me entretengo leyendo, escribiendo y comiendo fruta. También, justo frente a esta ventana, agarra el Wi Fi de la cafetería que está cruzando la calle. El primer día me tomé un café y pedí la clave, y de ahí en más hemos usufructuado de su internet desvergonzadamente. Pero me han visto en ocasiones estirando la mano con un gesto evidente de capturar señal, y no han hecho nada, así que asumo que les da lo mismo. Instalamos todas las mañanas el computador junto a esta ventana para leer noticias, bautizando esta pieza como “el ciber”.

Eso sería todo por hoy. Creo que me queda poco tiempo aquí, y el oráculo indica que los próximos destinos serán Salta y Jujuy, al norte de Argentina.

Almirarte

El primer día fue de reflexión, y parece que lo importante es que inicio este viaje en paz, sensación históricamente esquiva para mí. Hice en Santiago todo lo que tenía que hacer: me despedí de mi familia, de mis amigos más cercanos, traspasé mi trabajo a uno de ellos (espero que le rinda tantos o más frutos que a mí en su momento), le dije a la mujer que me gustaba (sin chance de antemano, así que no había problema), cerré otro par de temas con personas importantes; nada quedó pendiente que me haya dado cuenta hasta ahora.

Estoy en Almirarte, la casa-restaurante de la Vicky, una gran e inesperada amiga producto de la casualidad más voluntad, es decir, la vida (aunque escucho cierta voz rezongando por lo simplista de la figura). Nos conocimos en Preguntados, ese ex-popular juego de celular de preguntas y respuestas y competencia, y como jugamos bastante comenzamos a conversar. Luego ella fue a Chile con unas amigas, visitamos Valpo, y yo vine una vez antes, esta es la segunda, abusando de su beata hospitalidad. Mi aporte, hasta ahora, se ha circunscrito casi exclusivamente a lavar platos. Es poco, pero espero que aumente paulatina o explosivamente.

Mendoza es una ciudad verdecita, tranquila, millón y medio de habitantes, principalmente argentin@s buena onda. El barrio donde estoy es bastante residencial, pero cercano al centro. Algo así como Providencia, pero el aire libre de material particulado y bocinazos.  Hay también varios parques, pero lamentablemente los están empezando a enrejar chilenamente, ya que Chile es modelo para un sector de la sociedad acá (que claramente no cacha nada).

Practico todo lo que puedo el ukelele. Está difícil, jamás había tocado un instrumento de cuerda, ni realmente ningún instrumento de manera cuasiseria o semisistemática, así que paso por la fase más primaria: aprender a rasguear sin pifias, siguiendo un ritmo básico, casi siempre La Bamba, para desgracia de mis involuntari@s escuchas. El cambio de F a G me tiene complejo, por lo que le he estado dando a eso gran parte del tiempo. C-F-G-C-F-G-C-F-G-C-F-G (x 1000). Trato de ir a lugares diferentes a practicarlo para no ser declarado chileno non grato tan pronto. Intenté también acompañar con una silbada de melodía y fue un desastre, quedará para más adelante.

Por ahora, el futuro cercano se ve apacible. Ayudaré en lo que pueda en Almirarte, y veré qué otra cosa se presenta por ahí.