La despedida de Purmamarca fue emotiva. A la noche hicimos un fogón y hamburguesas con una carne medio pasada, y fumamos un par de pitos que me regaló una chica buena onda que conocí por aquí. Pienso en lo distinta que es mi vida aquí que en Santiago. Vivo al aire libre, generalmente descalzo y descamisado, y con escasa exposición a los espejos negros, salvo cuando whatsappeo con amigos, busco los acordes de algún tema, o publico un chaogracias.
Es impresionante el tiempo que solía desperdiciar en internet en Santiago, viendo las mismas estupideces una y otra vez, recargando las páginas a ver si aparecían estupideces nuevas. Me desarrollaba la nada misma, porque no hacía nada de provecho. Aquí ya en solo dos meses aprendí de ukelele, guitarra, malabares, distinguir algunas plantas y yerbas silvestres, y alguna que otra cosa en distintos ámbitos. Sí extraño mucho practicar Aikido, quizá en algún momento me asiento lo suficiente como para buscar un dojo.
La mañana transcurrió de manera sentimental. Después de todo, casi cuatro semanas estuve en Purmamarca, en el camping de Billy. Abrazos, cariños, y palabras de no te vayas y hasta pronto. Recuerdo con afecto a personas que se convirtieron en amigos y compañeros de confianza. En la despedida le regalé el Kindle a Randi, amigo uruguayo del camping, ya que la verdad no venía leyendo nada, y él lleva meses en Purma y probablemente se quedará otro tanto. El mismo día que yo se fueron también el Feña con la Perla y la hija de ambos, Aymi (Aymara). Habíamos acordado irnos ese día, y ya somos medio compañeros de viaje.
Me costó un par de horas de ruta que me llevaran. Había olvidado el peso de la mochila y el rigor de la carretera. Me levantaron hasta Tilcara, y ahí me aburrí y tomé el bus hasta Humahuaca, donde estoy ahora. Llegué de noche, y justo en la terminal estaban Cacho, Leto y Maira, unos amigos que hice en Purma que se habían ido del camping hace una semana. Nos alegramos, charlamos y comimos unos sandwiches que preparamos con sobras de verduras que nos regalaron en el mercado. Fuimos luego al lugar donde estaban acampando: un predio de camino público junto al río, detrás del circo, donde había un par de mesas y quinchos. Compramos dos cajas de vino de AR$13 y cocinamos en un fuego las verduras que nos quedaron. Un auténtico atorrante. Fantástico.
No pasé frío por lo bueno del saco no más. A la mañana Cacho, que seguía ese día para La Quiaca con Leto y Maira, me mostró el hostal de AR$50, lo mismo que el camping, así que salió camita. Ahí mismo encontré al Feña y la Perla, celebramos el reencuentro con un desayuno y unos mates.
Me dediqué a practicar uke, como siempre, y a la noche preparamos un guiso con verduras “malas” que nos regalaron, y un par más que compramos, nunca tan ratas. Ellos decidieron irse al día siguiente a Iruya, pues el Feña no pudo vender aquí ni uno solo de los pastelitos que lo vendían sustentando hasta ahora. Claro, los precios aquí ya son demasiado baratos, nadie te comprará un pastelito por AR$10 cuando por ese precio consigue tres empanadas de carne.
Me quedé un día más, para recorrer y porque al día siguiente llegaba Palena, una chica que conocí en Purma y que me había llamado la atención, con la que ahora whatsappeábamos bastante, así que vería qué onda. El problema es que un cordobés con el que comparto habitación me tiró el celular sin querer, y quedó inutilizado, por lo que perdí toda comunicación. De todas formas se hizo responsable, y me dio a cambio su Blackberry. No me gusta para nada, pero servirá, aunque aún no puedo activar el Whatsapp.
Como cumplía dos meses de viaje, decidí celebrarlo yendo por primera vez a los restoranes a tocar y cantar solo, pasando la gorra. Me compré un sombrero ad hoc y fui a un par. Mi calidad artística no me gustó para nada, sobre todo la voz, horrible, pero aún así conseguí algunos pesos. Había solo dos locales con gente, así que el resto del tiempo fui a la plaza y en una esquina puse el sombrero en el piso y me dediqué a tocar. Todo lo que hice fueron AR$41. Bueno, es la primera vez, ya vendrán tiempos mejores.
Al otro día Palena llegó justo al hostal al que estaba yo, pues había alcanzado a pasarle el dato. Llegó también un chico, Estefan, buena onda pero muy charlatán, no se callaba nunca y me secaba la mente. Una de las ventajas del viaje es también una de sus desventajas: la gente excelente que uno conoce te la sigues topando una y otra vez, pues pasan todos más o menos por lugares similares, pero lo mismo pasa con los insufribles.
Recorrimos un poco, conocimos otros chicos, y a la noche, luego de una cena de tacos caseros, improvisamos una peña con el ukelele en una de las habitaciones del hostal. Sigo aprendiendo canciones, pero sin aprender a cantar.