La Quiaca

Cuando ya caía la noche y estábamos por rendirnos con el dedo, inesperadamente paró un BMW que nos llevó a mi, Feña, Perla y Aymi a La Quiaca, dejándonos en la puerta de nuestro supuesto alojamiento. Sucede que Perla había venido cuatro años atrás y conocido a Lausto, un ex mochilero viajero hippie que ahora vivía en La Quiaca y recibía gratuitamente a los suyos. Contaba además con una considerable leyenda dentro de los viajeros, así que esperábamos que siguiera vigente.

Entró Perla al lugar, tocó la puerta, y con el Feña esperábamos esperanzados afuera. A los cinco minutos sale y nos dice que pasemos, que está todo bien, que nos va a recibir. Una habitación con una grieta gigantesca que finalizaba en un agujero considerable en el piso, y del otro lado cajas de cosas sueltas, tapadas con un gran plástico. Piso de cerámica. Un pequeño ratoncito. Excelente, no necesitamos nada más, sin mencionar que había cocina y hasta ducha de agua apenas tibia caliente. Compramos y Perla cocinó un delicioso pollo con salsa a lo Perla y papas fritas, absolutamente delicioso. La verdad es que he comido mejor que en Santiago, ¡qué manera de cocinar que tienen los hippies!

La mañana siguiente me mensajea Palena, le indico donde estoy y llegó al poco rato. Fuimos todos a Villazón, que queda del lado de Bolivia, son pueblos adyacentes solo separados por la aduana. Yo, Feña, Perla y Aymi íbamos por el día a pasear, y Palena ya se quedaba pues quería partir para Uyuni. Perla se acordaba que hace cuatro años era llegar y pasar, pero ahora igual tuvimos que hacer un corto trámite primero. De hecho, hay un tratado con Argentina para pasar por el día rápido, pero no con Chile, así que tuve que hacer la entrada completa a Bolivia.

Villazón es, como buen pueblo fronterizo, básicamente un mercado. Se paga en pesos argentinos o bolivianos, y los precios son bastante baratos. Nos dedicamos a caminar y vender las pulseras de macramé que llevábamos en el manguero. Al rato se despidió Palena, pues tomaba el bus, y ya que no estaba dispuesto a seguir topándomela y aguantarme las ganas de besarla, le dije: -Si te vuelvo a cruzar, te como la boca. Se río, e hizo un comentario de lo chamulleros que son los chilenos.

Feña y Perla se devolvieron con Aymi a hacerse almuerzo donde Lausto, y como notamos que tenía que hacer mucho trámite yo para devolverme, quedamos en vernos en Villazón más a la tarde, yo me dedicaría a recorrer. Busqué un afinador para el ukelele, ya que solía afinar con mi celular ahora roto, y un lugar para almorzar. No encontré afinador, pero caminando y preguntando precios en pequeños restaurantes un tipo sencillamente me invitó el menú (pronto vería lo dados que son los bolivianos a invitar todo), y luego caminando escucho que me gritan: -¡Chileno! ¡Chilenooo!! y veo a Maira vestida tipo cheerleader, a Leto de traje y a Cacho vestido de manera estrafalaria, frente a un teatro promocionando algo. Los saludo y me cuentan que habían conocido a un boliviano que los contrató para hacer un show infantil en el teatro, que en media hora se presentaban. Conversamos un rato y le pedí el afinador a Maira, a ver si me hacía unos pesos. Nos metimos al backstage y estaba también Moño, otro de los argentinos de Purmamarca que viajaba ahora con los otros tres, y encontramos a Luisiño, el boliviano que los contrató. A Maira se le prendió la ampolleta y le preguntó si yo podía usar un traje de Pooh que había y meterme en el show. Luisiño dijo que sí, y antes de darme cuenta estaba fuera del teatro, vestido de Winnie the Pooh, sin ver absolutamente nada por los pequeños agujeritos que tenía de ojos, abrazando y saludando niños e invitándolos al show que costaba BOB$5. Minutos después me dicen que hay que entrar, y camino al escenario paso junto a trescientos niños que me saludan y tocan, tratando de no caerme en cualquier escalón o paso. Ya arriba, y a segundos de que se abra el telón, pregunto lo inevitable: -¿Qué tengo que hacer? -Nada, tú párate acá detrás de ellas (las cheerleaders) y baila no más. Sin tiempo para más preguntas se abre el telón y unas luces encandilantes me enceguecen aún más, si es posible, suena una música de tempo rápido, y me pongo a moverme de cualquier manera, agradeciendo el anonimato y que el traje de Pooh le da gracia a cualquier tontería motriz que haga.

Bailé e hice payasadas improvisadas en el escenario en repetidas oportunidades durante todo el espectáculo, que duraba casi dos horas, y salió todo bien. Muchos niños y padres contentos se retiraron, y me pude quitar mi sudado traje y cobrar los BOB$20 que me pagó Luisiño por la curiosa prestación que realicé. A la salida nos encontramos en la plaza con Feña y Perla vendiendo macramé, y decidí tirar mi sombrero al piso y tocar un rato el uke, a ver qué pasaba. El resultado me asombró: en un ratito ya tenía más de BOB$30, equivalentes a unos AR$65 y CLP$3000, más de lo que había hecho antes en restaurantes. Todo el mundo te da plata en Bolivia, por cualquier cosa (y pronto vería que esto era solo el inicio).

Comimos unos lomitos en la calle y partimos ahora sí devuelta a lo de Lausto en La Quiaca, menos Cacho, Leto, Maira y Moño que se quedaban en Villazón, en casa de Luisiño. Tenía una alegría desbordante de lo fácil que prometía la vida en Bolivia, tierra donde todos te daban plata y todo era barato,¡y ahora el ukelele pagaba de verdad! Al fin vería cumplirse el sueño de vivir de mi música y no tocar el cajero nunca más. Nos comimos un lomito antes de cruzar, con lechuga, cebolla morada, huevo frito y papas fritas por BOB$10, y pasamos por la aduana. El gendarme boliviano encargado de mis papeles miró el estuche de mi ukelele y me lanzó: -Te veo tocando eso por dinero, y yo mismo te echo del país. Fue suficiente para arruinar mi día y mi exultante estado de ánimo.

Bueno, al menos hasta antes de los dos vinos que nos tomamos en casa de Lausto.