Villazón – Bolivia

– La vida social es mala para la literatura. 

S.M., en conversación respecto a que he escrito poco por estar socializando mucho.

Después de almuerzo partimos nuevamente a Villazón para hacer plata, yo esta vez con todas mis cosas encima para quedarme ahí y no tener que fumarme más gendarmes de mierda. Nos dedicamos a vender pulseritas de macramé, la mayoría de punto colombiano, una técnica que es un robo repugnante cobrar por eso muy sencilla de hacer y de aprender, agarrándole la mano se hacen muy rápido, y se venden “a voluntad”. Encontré un hostal por Bs$20 (la conversión gruesa es CLP$100 = Bs$1), que consistía en una habitación privado y baño compartido. Por la ducha de agua caliente ya ni pregunto, no es realmente una prioridad en este momento.

Por la tarde y noche, luego de encontrar y comprar un afinador excelente, probé suerte en la plaza con el ukelele y sombrero, y me volvió a ir bien, mientras Feña hacía malabares en el semáforo de la esquina con mejores resultados. Nos volvimos a encontrar con los chicos del show para niños, habían tenido dos funciones más ese día, y nos quedamos compartiendo un rato ahí, con otros artesanos, malabaristas y músicos que aparecían. En un momento me animé y decidí volver a probar suerte en restoranes, esta vez con “Bailando con tu Sombra” y “Los Querandíes”, un temazo que me habían dicho la rompía en Bolivia. El primer bar salió decente, y me habrá pagado unos $20, pero el segundo fue un desastre. No sé qué ocurrió que se me desafinó un montón el ukelele, y eso sumado a que era un lugar grande, mala acústica, y que tuve que levantar y sobredesafinar la voz, resultó en un espectáculo luctuoso. No obstante, seguí como si nada, y terminé con un discurso de cómo tenía muchas ganas de conocer Bolivia, de que era un país que había conseguido mantener una identidad andina y latinoamericana, muy al contrario de lo que ocurría en mi país, Chile. Más de $150 me dieron en ese solo bar, incluyendo un billete de $100, logro aún no superado por nadie que haya conocido. No tendría que trabajar por un par de días, salvo por gusto.

Dos noches más estuve en Villazón, pero me cambié a un hostal más precario, de $15. Después de todo, $5 son $5. A la segunda se vinieron no más el Feña y la Perla con Aymi, para no tener que estar cruzando todos los días y aguantarse las basureadas fronterizas. Días tranquilos, viviendo bien con la plata que se gana aquí, y ellos juntando plata para que la Perla se compre una guitarra y así ambos puedan hacer plata, pues hasta ahora se mantienen con los malabares del Feña, que pagan, pero alojamiento y comida para tres personas, más los pañales y cosas de Aymi, se hace caro.

La tercera tarde estábamos tranquilamente en la plaza, cuando unos viajeros que recién llegaban nos contaron del paro indefinido que habría en Tupiza, unos 100 kilómetros al norte por la única ruta, y que significaría corte de carreteras por un tiempo indeterminado. Es decir, había que irse en ese momento o quizá cuando. Partí raudo a la terminal a preguntar por este paro y si había pasajes, y efectivamente, ya el día siguiente no se venderían pasajes para ninguna parte, y en ese momento apenas quedaban. Pregunté y había solo pasajes para Sucre, justo tres. Aún tenía plata argentina, y no se podía pagar con eso, así que pedí que me los reservaran mientras iba a cambiar. Informé al Leña y la Perla de la situación, y estuvieron de acuerdo, así que corrí a las casas de cambio para obtener bolivianos, y cuando volví a la terminal la cajera ya había vendido uno de los pasajes reservados. Me indigné un poco, pero me tranquilizó diciendo que podía comprar un pasillo a precio rebajado. -¿Pero viajar toda la noche parado? -No, te puedes sentar o acostar si queda espacio. Se me olvidaba cómo eran los buses aquí.

Compramos unas hamburguesas para el camino, un par de botellas de agua, y nos subimos. Nos turnamos el pasillo del bus, pero finalmente no dormí mucho. Pese a que he tratado de dominarlo, tolerarlo y superarlo, la verdad es que la convivencia con Aymi me supera. Supongo que solo me bancaré llantos, cacas, mañas y demases si llego a tener un hijo, antes de eso cosecharé los frutos de mi responsabilidad sexual sin descendencia.

Llevo ya un tiempo viajando con ellos, pero Sucre será nuestro último destino juntos. Tengo ganas de recuperar un poco de viaje en solitario, y así escribir y tocar más.

La Quiaca

Cuando ya caía la noche y estábamos por rendirnos con el dedo, inesperadamente paró un BMW que nos llevó a mi, Feña, Perla y Aymi a La Quiaca, dejándonos en la puerta de nuestro supuesto alojamiento. Sucede que Perla había venido cuatro años atrás y conocido a Lausto, un ex mochilero viajero hippie que ahora vivía en La Quiaca y recibía gratuitamente a los suyos. Contaba además con una considerable leyenda dentro de los viajeros, así que esperábamos que siguiera vigente.

Entró Perla al lugar, tocó la puerta, y con el Feña esperábamos esperanzados afuera. A los cinco minutos sale y nos dice que pasemos, que está todo bien, que nos va a recibir. Una habitación con una grieta gigantesca que finalizaba en un agujero considerable en el piso, y del otro lado cajas de cosas sueltas, tapadas con un gran plástico. Piso de cerámica. Un pequeño ratoncito. Excelente, no necesitamos nada más, sin mencionar que había cocina y hasta ducha de agua apenas tibia caliente. Compramos y Perla cocinó un delicioso pollo con salsa a lo Perla y papas fritas, absolutamente delicioso. La verdad es que he comido mejor que en Santiago, ¡qué manera de cocinar que tienen los hippies!

La mañana siguiente me mensajea Palena, le indico donde estoy y llegó al poco rato. Fuimos todos a Villazón, que queda del lado de Bolivia, son pueblos adyacentes solo separados por la aduana. Yo, Feña, Perla y Aymi íbamos por el día a pasear, y Palena ya se quedaba pues quería partir para Uyuni. Perla se acordaba que hace cuatro años era llegar y pasar, pero ahora igual tuvimos que hacer un corto trámite primero. De hecho, hay un tratado con Argentina para pasar por el día rápido, pero no con Chile, así que tuve que hacer la entrada completa a Bolivia.

Villazón es, como buen pueblo fronterizo, básicamente un mercado. Se paga en pesos argentinos o bolivianos, y los precios son bastante baratos. Nos dedicamos a caminar y vender las pulseras de macramé que llevábamos en el manguero. Al rato se despidió Palena, pues tomaba el bus, y ya que no estaba dispuesto a seguir topándomela y aguantarme las ganas de besarla, le dije: -Si te vuelvo a cruzar, te como la boca. Se río, e hizo un comentario de lo chamulleros que son los chilenos.

Feña y Perla se devolvieron con Aymi a hacerse almuerzo donde Lausto, y como notamos que tenía que hacer mucho trámite yo para devolverme, quedamos en vernos en Villazón más a la tarde, yo me dedicaría a recorrer. Busqué un afinador para el ukelele, ya que solía afinar con mi celular ahora roto, y un lugar para almorzar. No encontré afinador, pero caminando y preguntando precios en pequeños restaurantes un tipo sencillamente me invitó el menú (pronto vería lo dados que son los bolivianos a invitar todo), y luego caminando escucho que me gritan: -¡Chileno! ¡Chilenooo!! y veo a Maira vestida tipo cheerleader, a Leto de traje y a Cacho vestido de manera estrafalaria, frente a un teatro promocionando algo. Los saludo y me cuentan que habían conocido a un boliviano que los contrató para hacer un show infantil en el teatro, que en media hora se presentaban. Conversamos un rato y le pedí el afinador a Maira, a ver si me hacía unos pesos. Nos metimos al backstage y estaba también Moño, otro de los argentinos de Purmamarca que viajaba ahora con los otros tres, y encontramos a Luisiño, el boliviano que los contrató. A Maira se le prendió la ampolleta y le preguntó si yo podía usar un traje de Pooh que había y meterme en el show. Luisiño dijo que sí, y antes de darme cuenta estaba fuera del teatro, vestido de Winnie the Pooh, sin ver absolutamente nada por los pequeños agujeritos que tenía de ojos, abrazando y saludando niños e invitándolos al show que costaba BOB$5. Minutos después me dicen que hay que entrar, y camino al escenario paso junto a trescientos niños que me saludan y tocan, tratando de no caerme en cualquier escalón o paso. Ya arriba, y a segundos de que se abra el telón, pregunto lo inevitable: -¿Qué tengo que hacer? -Nada, tú párate acá detrás de ellas (las cheerleaders) y baila no más. Sin tiempo para más preguntas se abre el telón y unas luces encandilantes me enceguecen aún más, si es posible, suena una música de tempo rápido, y me pongo a moverme de cualquier manera, agradeciendo el anonimato y que el traje de Pooh le da gracia a cualquier tontería motriz que haga.

Bailé e hice payasadas improvisadas en el escenario en repetidas oportunidades durante todo el espectáculo, que duraba casi dos horas, y salió todo bien. Muchos niños y padres contentos se retiraron, y me pude quitar mi sudado traje y cobrar los BOB$20 que me pagó Luisiño por la curiosa prestación que realicé. A la salida nos encontramos en la plaza con Feña y Perla vendiendo macramé, y decidí tirar mi sombrero al piso y tocar un rato el uke, a ver qué pasaba. El resultado me asombró: en un ratito ya tenía más de BOB$30, equivalentes a unos AR$65 y CLP$3000, más de lo que había hecho antes en restaurantes. Todo el mundo te da plata en Bolivia, por cualquier cosa (y pronto vería que esto era solo el inicio).

Comimos unos lomitos en la calle y partimos ahora sí devuelta a lo de Lausto en La Quiaca, menos Cacho, Leto, Maira y Moño que se quedaban en Villazón, en casa de Luisiño. Tenía una alegría desbordante de lo fácil que prometía la vida en Bolivia, tierra donde todos te daban plata y todo era barato,¡y ahora el ukelele pagaba de verdad! Al fin vería cumplirse el sueño de vivir de mi música y no tocar el cajero nunca más. Nos comimos un lomito antes de cruzar, con lechuga, cebolla morada, huevo frito y papas fritas por BOB$10, y pasamos por la aduana. El gendarme boliviano encargado de mis papeles miró el estuche de mi ukelele y me lanzó: -Te veo tocando eso por dinero, y yo mismo te echo del país. Fue suficiente para arruinar mi día y mi exultante estado de ánimo.

Bueno, al menos hasta antes de los dos vinos que nos tomamos en casa de Lausto.

Iruya

He decidido reemplazar los nombres reales por otros ficticios, supongo que con algún motivo razonable. El cambio se hará efectivo en los posts anteriores también.

A la mañana siguiente partimos temprano con Palena a hacer dedo a la ruta, camino a Iruya. Estefan y otras dos chicas irían en bus, pues tenían apenas 15 días de vacaciones, y por tanto sin tiempo que perder haciendo dedo. Un par de horas después nos levantaron unos suizos en una casa rodante espectacular, que nos dejaron en el cruce a Iruya. Un par de autos más y llegamos a destino, tipo 15:00. Justo donde nos dejó el último auto vimos a Estefan y las chicas, listos para ir a la caminata a San Isidro, un pequeño pueblito a tres horas de caminata de Iruya, y uno de los destinos imperdibles del lugar, no por el pueblito mismo, sino por el camino que hay que hacer para llegar a él.

Me dejé atrapar un poco por el ritmo frenético del viaje de los apurados. Quizá por mi hubiera hecho noche en Iruya y al día siguiente ir temprano a San Isidro, y no estar apresurado sin motivo. Pero bueno, la cosa es que partimos a caminar. No voy a gastarme ya en describir paisajes alucinantes y embobantes, los chicos igual sacaron un montón de fotos, capaz que por ahí subo alguna.

Cumplí mi natural rol de Alfa al guiar al grupo, encontrar los mejores lugares para saltar mil veces el río, el camino por la montaña, espantar a los burros que no dejaban pasar, etcétera. Llegamos muertos de cansados a San Isidro, y como ya se iba a oscurecer, solo tomamos unos mates y comimos empanadas antes de empezar el inevitable camino de vuelta. Otra vez, caí en el apresuramiento grupal, sólo podría haber hecho noche ahí.

La vuelta fue un poco más accidentada. Se hizo de noche, y dos de las chicas se lastimaron saltando cruces de río. De hecho, una no pudo seguir caminando, y tuve que llevarla el tramo final a caballito con un esfuerzo enorme, y una similar demostración de testosterona. Bien fútil de todas formas, pues con Palena todo bien, pero creo que estoy bastante seguro de que onda no hay. O sea, hay buena onda, pero no onda. De todas formas me la jugaría una última vez, a ver qué pasa.

Dormimos todos en el mismo hostal, y a la mañana siguiente me levanté temprano para no tener que tolerar más al hablador del Estefan, y salí a buscar otro lugar donde quedarme, donde estuvieran el Feña y la Perla, que me habían dicho que pagaban menos. Los encontré finalmente al otro lado del río, preguntando por una pareja y su hijita. Se estaban yendo a La Quiaca, pero desayunamos y resolvieron quedarse un día más.

Iruya es un pueblo hermoso, construido directamente en la ladera de los cerros. Como una especie de San Pedro de Atacama mezclado con Valparaíso. Hacia cualquier parte que mires hay una vista hermosa de las curiosas y erosionadas montañas, con gigantescas grietas verticales y variados colores.

Caminamos un rato, almorzamos, y la tarde Palena me envía un whatsapp para que nos tomemos el vino que había quedado de la noche anterior. Listo, pensé, ahora me la juego, no pierdo nada. Nos juntamos y me contó que la había mordido un perro, por suerte no había sido grave. Al par de minutos trato de darle un beso, pero me esquivó olímpicamente. -Hey, ni lerdo ni perezoso, chileno. -Mejor pedir perdón que permiso, tú misma lo dices.

Ya sin tensión alguna, nos terminamos el vino y comimos empanadas conversando animadamente de variados temas de la vida. Resultó estar bastante loca, así que estuvo bien que no pasara nada (o de eso se convencía mi cerebro en su autodefensa, qué agrado). Me fui como a la medianoche, y de vuelta en el hostal estaban todos voladísimos, así que me convidaron, por fin cogollos y no prensado de mierda, y nos quedamos tocando y cantando.

A la mañana siguiente partiríamos a La Quiaca, y de ahí al fin a Bolivia.

Humahuaca

La despedida de Purmamarca fue emotiva. A la noche hicimos un fogón y hamburguesas con una carne medio pasada, y fumamos un par de pitos que me regaló una chica buena onda que conocí por aquí. Pienso en lo distinta que es mi vida aquí que en Santiago. Vivo al aire libre, generalmente descalzo y descamisado, y con escasa exposición a los espejos negros, salvo cuando whatsappeo con amigos, busco los acordes de algún tema, o publico un chaogracias.

Es impresionante el tiempo que solía desperdiciar en internet en Santiago, viendo las mismas estupideces una y otra vez, recargando las páginas a ver si aparecían estupideces nuevas. Me desarrollaba la nada misma, porque no hacía nada de provecho. Aquí ya en solo dos meses aprendí de ukelele, guitarra, malabares, distinguir algunas plantas y yerbas silvestres, y alguna que otra cosa en distintos ámbitos. Sí extraño mucho practicar Aikido, quizá en algún momento me asiento lo suficiente como para buscar un dojo.

La mañana transcurrió de manera sentimental. Después de todo, casi cuatro semanas estuve en Purmamarca, en el camping de Billy. Abrazos, cariños, y palabras de no te vayas y hasta pronto. Recuerdo con afecto a personas que se convirtieron en amigos y compañeros de confianza. En la despedida le regalé el Kindle a Randi, amigo uruguayo del camping, ya que la verdad no venía leyendo nada, y él lleva meses en Purma y probablemente se quedará otro tanto. El mismo día que yo se fueron también el Feña con la Perla y la hija de ambos, Aymi (Aymara). Habíamos acordado irnos ese día, y ya somos medio compañeros de viaje.

Me costó un par de horas de ruta que me llevaran. Había olvidado el peso de la mochila y el rigor de la carretera. Me levantaron hasta Tilcara, y ahí me aburrí y tomé el bus hasta Humahuaca, donde estoy ahora. Llegué de noche, y justo en la terminal estaban Cacho, Leto y Maira, unos amigos que hice en Purma que se habían ido del camping hace una semana. Nos alegramos, charlamos y comimos unos sandwiches que preparamos con sobras de verduras que nos regalaron en el mercado. Fuimos luego al lugar donde estaban acampando: un predio de camino público junto al río, detrás del circo, donde había un par de mesas y quinchos. Compramos dos cajas de vino de AR$13 y cocinamos en un fuego las verduras que nos quedaron. Un auténtico atorrante. Fantástico.

No pasé frío por lo bueno del saco no más. A la mañana Cacho, que seguía ese día para La Quiaca con Leto y Maira, me mostró el hostal de AR$50, lo mismo que el camping, así que salió camita. Ahí mismo encontré al Feña y la Perla, celebramos el reencuentro con un desayuno y unos mates.

Me dediqué a practicar uke, como siempre, y a la noche preparamos un guiso con verduras “malas” que nos regalaron, y un par más que compramos, nunca tan ratas. Ellos decidieron irse al día siguiente a Iruya, pues el Feña no pudo vender aquí ni uno solo de los pastelitos que lo vendían sustentando hasta ahora. Claro, los precios aquí ya son demasiado baratos, nadie te comprará un pastelito por AR$10 cuando por ese precio consigue tres empanadas de carne.

Me quedé un día más, para recorrer y porque al día siguiente llegaba Palena, una chica que conocí en Purma y que me había llamado la atención, con la que ahora whatsappeábamos bastante, así que vería qué onda. El problema es que un cordobés con el que comparto habitación me tiró el celular sin querer, y quedó inutilizado, por lo que perdí toda comunicación. De todas formas se hizo responsable, y me dio a cambio su Blackberry. No me gusta para nada, pero servirá, aunque aún no puedo activar el Whatsapp.

Como cumplía dos meses de viaje, decidí celebrarlo yendo por primera vez a los restoranes a tocar y cantar solo, pasando la gorra. Me compré un sombrero ad hoc y fui a un par. Mi calidad artística no me gustó para nada, sobre todo la voz, horrible, pero aún así conseguí algunos pesos. Había solo dos locales con gente, así que el resto del tiempo fui a la plaza y en una esquina puse el sombrero en el piso y me dediqué a tocar. Todo lo que hice fueron AR$41. Bueno, es la primera vez, ya vendrán tiempos mejores.

Al otro día Palena llegó justo al hostal al que estaba yo, pues había alcanzado a pasarle el dato. Llegó también un chico, Estefan, buena onda pero muy charlatán, no se callaba nunca y me secaba la mente. Una de las ventajas del viaje es también una de sus desventajas: la gente excelente que uno conoce te la sigues topando una y otra vez, pues pasan todos más o menos por lugares similares, pero lo mismo pasa con los insufribles.

Recorrimos un poco, conocimos otros chicos, y a la noche, luego de una cena de tacos caseros, improvisamos una peña con el ukelele en una de las habitaciones del hostal. Sigo aprendiendo canciones, pero sin aprender a cantar.

Palán Palán

En la entrada anterior comenté que ya llevaba más de tres semanas en Purmamarca, pero es un error, la noción del tiempo se pierde en este lugar. Eran dos no más, tres son ahora.

Una noche estábamos haciendo comida comunitaria como siempre, cuando sobrevino sin aviso un corte de luz. Sirvió para darnos cuenta de la hermosa luna que no llegaba a ser llena, pero iluminaba proyectando sombras de lo más nítidas en el piso del camping. El ambiente que se formó me hizo recordar que tenía ganas de probar la infusión de Palán Palán, una planta con la que muchos del camping atestiguaban haber tenido experiencias y viajes interesantes. Yo sólo lo había probado una vez antes hace como una semana, pero una dosis leve y además yéndome a dormir enseguida, por lo que no alcancé a sentir mucho efecto. Quizá tuve sueños más claros, pero recordar eso es incierto y difuso.

Le pedí al Chueco, amigo conocedor de las plantas, que me separara unas hojitas. Fuimos hasta el árbol y me arrancó tres hojas grandes y una mediana, advirtiéndome que saldría una infusión potente y que no le contara a cualquier persona acerca del Palán Palán, pues era una planta peligrosa y había que respetarla. Sus instrucciones de preparación fueron hervirla quince minutos, y luego tomar hasta la última gota, así de simple. Le agradecí y comencé los preparativos. Mientras aguardaba los quince minutos me quedé conversando, y decidñi ir al Paseo de Los Colorados a beber el Palán, para tener una atmósfera tranquila e íntima, beneficiosa para la experiencia. Dado esto, el Chueco me recomendó que llevara abrigo por si me quedaba dormido.

Listo el té, lo vertí en un termo con hojitas y todo, agarré el saco de dormir, ya resuelto en quedarme allá, el ukelele, y partí a Los Colorados, siendo ya más de la una de la mañana. Me siguió el Té con Leche, un perro del camping del que me he hecho bien amigo. Andar ese camino oscuro y solitario, con un cielo que ahora alternaba su nivel de luminosidad producto del pasar de las nubes, me dio un poco de miedo al principio, quizá porque pronto me ladraban una multitud de perros que rápida echaron llorando al pobre Tecon devuelta al camping. Me controlé y seguí caminando, con este sentimiento extraño sobre el contexto. No había ni un alma ni una luz ni un ruido, salvo un misterioso coro de ladridos distantes que provenían de diferentes direcciones. Piloteando el temor me trepé a la cima de uno de los cerros del lugar, eligiendo un sitio más o menos plano, y me senté. A lo lejos entre los accidentes geográficos se veía una pequeña porción de las luces del pueblo, y lo demás era todo montañas y silencio. Demasiado silencio. Emanaba de los cerros, de las rocas, de la tierra y de la propia noche. Por algún motivo no se me iba la sensación de inseguridad. Desenfundé el ukelele y, en pianissimo, ensayé una nota, como si tuviera despertar algo, o escuchar una respuesta. Dado que no pasó nada, lo repetí, ahora un poco más fuerte. Un Do. Sentí cómo desgarraba el silencio para luego ser envuelta nuevamente por éste, y la ausencia de fenómenos adicionales fue disipando poco a poco mi inexplicable temor. Comencé a tocar a mayor volumen, más confiado, y canté un poco. Probé el Palán, pero seguía muy caliente. Destapé el termo y lo dejé reposar.

Interpreté un par de canciones y ya me sentía a pleno gusto en la cima de aquel cerro, en aquella noche nublada, percibiéndolo todo y desenvolviéndome con la soltura única de la soledad. Inspirado y tomando Palán compuse parte de mi primer tema. Qué sensación increíble ese lugar, perfecto para la contemplación y relajación.

Hora y media o dos horas después de llegar veo temblar las nubes alrededor de la luna. Está haciendo efecto el Palán, pensé. Me paré para desenrollar y armar el saco y me temblaban las piernas. Potente dosis, reflexionaba al alistar todo para acostarme. Guardé el uke en su funda, lo metí en el saco, y luego me introduje yo. Corría un viento frío y un par de mosquitos, a lo que reaccioné tapándome con la capucha del saco, permitiendo solo una franja para mirar, a lo que me dediqué.

Al poco tiempo me empecé a sentir extraño. Observaba el cielo, y tenía la vista difusa, me costaba trabajo o no podía directamente enfocar las nubes, se me distorsionaba. Una incómoda sensación me recorría el cuerpo, pero lo peor fueron los fuertes calambres que me sacudieron los pies y gastrocnemios, haciéndome maldecir y retorcerme un poco. Visión difuminada, sensación de debilidad, calambres en el cuerpo y dificultad para moverme, de súbito caí en cuenta de la realidad: esto no es un psicoactivo, es un veneno.

Este pensamiento estuvo lejos de hacerme sentir mejor. Se me ocurrió volver al camping, pero era imposible. Apenas si podía mantenerme acostado y en la misma posición, moverme me acalambraba, me dolían los músculos y ya la cabeza de tanto mirar desenfocado. Cerraba los ojos y veía mil cosas bizarras, creí que deliraba. De pronto fui muy autoconciente de que estaba solo en la cima de un cerro, muy apartado de cualquiera que pudiera escucharme. Invoqué mi calma y me concentré en respirar, estar quieto y tratar de dormir. Tarea difícil, por los mosquitos, el malestar, y la navaja de viento frío que me cortaba por la pequeña abertura que quedaba en el saco. Miraba mis párpados, pasaba un tiempo indeterminado en que veía/soñaba un montón de situaciones extrañas, volvía a abrir los ojos y continuaba la profunda noche. Ya no había luna, y en aquella penumbra bajar quedaba descartado, sin contar mi estado actual. Repetí el procedimiento un par de veces hasta que por fin alcancé un estado adormilado constante, con mil imágenes muy definidas, de las que lamentablemente mi consciente ya no recuerda ninguna.

Abrí los ojos y me alegré de que ya fuera de día, pero más me alegré de que era capaz de seguir durmiendo sin esfuerzo, lo que hice. A la segunda decidí levantarme, con la idea de que ya todo había pasado, pero estaba equivocado. No más moverme un atisbo de calambre amenazó mi pierna, así que me dediqué a estirar un poco. Miré la montaña del horizonte y seguía sin poder enfocar de lejos, y pronto comencé a sentirme mal de nuevo. Me incorporé, y desechando la idea de armar el saco y meterlo en su bolsa, me calcé y tomé todo con las manos, solo cuidando no arrastrar el saco, y partí de vuelta al camping.

Me costaba caminar bien. Era una bajada que había ya hecho algunas veces antes sin ninguna dificultad, y sin embargo ahora trastabillé, y tuve que concentrarme al máximo para no caerme cerro abajo. Para peor me asaltaron unas ganas fulminantes e irresistibles de pasar al baño, tanto que sopesé la posibilidad de hacerlo ahí mismo, pero a esa hora ya pululaban los turistas por todos lados. Tenía que volver al camping.

Andando como borracho, con un termo, un saco y un ukelele a cuestas, y con esta indecible necesidad de cagar, seguí camino solo concentrándome en cerrar el esfínter con todas mis fuerzas, y evitar hacer contacto visual con los malditos turistas y sus Nikon colgando del cuello. Fue una tarea titánica, y ya llegando a mi destino me di cuenta de que no alcanzaba ni a buscar el papel higiénico a mi carpa. Llegué directo al baño, justo una chica iba a entrar antes que yo, pero ver mi cara y sentir mi animal súplica fue suficiente para que me cediera su lugar. No me importó nada no tener papel, el alivio fue inmenso. Recordé que un amigo me había comentado que en india las personas se limpiaban con la mano izquierda con agua y saludaban y comían con la derecha, así que recurrí a mi empatía cultural y honré dicha tradición, restregándome bien el canto de la mano con agua posteriormente, sin culpa alguna.

Las siguientes horas transcurrieron en mi carpa, respirando con dificultad y quejándome a gimoteos. Me dieron omelette de queso y frutas, para que me mejorara. Por la tarde me levanté a seguir trabajando las cañas, ya que Billy, el dueño del camping, permite que uno haga trabajos en el camping en lugar de pagar, y yo me estaba ocupando de construir un mesón de caña y barro para la cocina. Concentrarme en pelar las cañas me hizo mejor, y a la noche ya estaba bien del todo, o así me sentía.

Creo que la próxima vez averiguaré por mi cuenta antes de experimentar alguna planta desconocida.